Cuando Francisco de los Cobos (1477-1547) llegó a Italia por primera vez en 1529 acompañando a Carlos V para asistir a la solemne coronación imperial en Bolonia, entró en contacto con una sociedad donde el arte y sus artífices disfrutaban de un prestigio y consideración que trascendían la esfera estrictamente artística. Desde finales del siglo XV el arte había entrado a formar parte de las relaciones diplomáticas no como mero fedatario de la apariencia de príncipes casaderos, como era habitual hasta entonces, sino como un bien con valor propio con el que agasajar a mandatarios extranjeros. La corte imperial fue obsequiada con numerosos objetos artísticos durante su estancia en Italia en 1529-1530, procedentes principalmente de Alfonso d’Este, duque de Ferrara, y Federico Gonzaga, duque de Mantua, y como todopoderoso secretario del emperador, Cobos fue uno de los principales beneficiarios de estas dádivas.
La Piedad fue de hecho un regalo diplomático, en este caso de Ferrante Gonzaga, hermano de Federico, cuya génesis puede seguirse por la correspondencia entre Ferrante y su agente en Roma Niccolò Sernini. Ésta se extiende entre junio de 1533 y finales de 1539, y revela la desesperación de Ferrante y Sernini ante la escasa diligencia de Sebastiano (1585-1547), que les llevó a sopesar la posibilidad de sustituir la Piedad por alguna obra de Rafael o Miguel Ángel. Si no lo hicieron fue porque, en la Semana Santa de 1536, el propio Cobos había visto la pintura en Roma y mostró interés por ella. Un año antes había conseguido de Paulo III una bula autorizando la erección de una iglesia-panteón en Úbeda (San Salvador), y debió pensar entonces en la Piedad para su capilla funeraria. En descargo de Sebastiano hay que señalar su desinterés por la comisión, hasta el punto de sugerir que le fuera encomendada a Tiziano, opción que Ferrante rechazó. Dos circunstancias hacían de Sebastiano el pintor idóneo para este encargo: su experiencia con patronos hispanos, sobre la que volveré mas adelante, y sobre todo, el deseo de que la obra fuera pintada sobre pizarra, un material hasta entonces inédito cuyo empleo como soporte artístico se atribuye a Sebastiano hacia 1530.
La utilización de la pizarra buscaba otorgar durabilidad a la pintura para rebatir así la crítica, habitual desde el siglo XV, de que se trataba de la más efímera de las artes (era la única de la Antigüedad que había desaparecido sin dejar rastro), y como tal inferior a la escultura, la arquitectura o la escritura. Al mismo tiempo, esta pretensión atemporal liberaba a la pintura de contingencias históricas y la asimilaba a los muy apreciados iconos bizantinos en mosaico. El afán de perpetuidad, y la misma novedad del material, fueron primordiales para Ferrante y explican que fuera Sebastiano el elegido, aunque la pizarra despertó pronto recelos precisamente por su fragilidad, y en una carta de abril de 1537, Sernini comentaba que el cobre resultaba a la postre “cosa piu sicura et durabile” que la pizarra o la madera. El delicadísimo estado de conservación de la Piedad da la razón a quienes manifestaron entonces sus dudas sobre la capacidad de la pizarra para garantizar vida eterna a la pintura. Aun así, la pizarra disfrutó de cierta popularidad como soporte de obras de devoción en las décadas centrales del siglo XVI, especialmente entre la clientela hispana, y a imitación de Sebastiano, Tiziano pintó para Carlos V un Ecce-Homo en este material (Madrid, Museo del Prado).
Tras vencer la inicial reticencia de Sebastiano, en junio de 1533 Sernini trasmitía a Ferrante Gonzaga desde Roma su disposición a pintar una obra para Cobos por la elevadísima cantidad de 500 escudos. Sebastiano sugería dos posibles temas: una bella Virgen con el Niño y San Juan Bautista (probablemente porque tuviera en mente su última realización para un español, la espléndida Sagrada Familia con ángeles encargada por Gonzalo Díaz de Lerma para la Catedral de Burgos ), o “una nostra donna ch’avesse il figliol’morto in braccio a guisa di quella dela febre, il che li spagnoli per parer buon cristiani et divoti sogliono amare questi (sic) cose pietose”. La última parte del comentario de Sebastiano es muy interesante, pues no afirma que los españoles fueran piadosos, sino que pretendían pasar por tales, acusándolos subrepticiamente de una impostura religiosa que, para muchos europeos, escondía un claro complejo de inferioridad por su prolongado contacto con judíos y musulmanes. Ferrante se decantó por la Piedad y Sebastiano supo acomodarse a la extrema sensibilidad religiosa demandada por los patronos hispanos, aunque sin que ello fuera en detrimento de su calidad artística.
La Piedad, profundamente enraizada en la tradición del Ecce-Homo, es una obra de devoción que invita a la empatía con el dolor de María ante la muerte de su Hijo, como exhorta a hacer una copia atribuida a Martín Gómez el Viejo (Madrid, Ministerio de Justicia), en cuyo marco original se lee: “atended y considerad si hay dolor como el mío” (Lamentaciones de Jeremías 12). Sebastiano ha prescindido para ello de cualquier elemento que distraiga al devoto, priorizando el carácter icónico de la imagen en detrimento de su inicial naturaleza narrativa. El vasto “paese tenebroso” que tanto admirara Giorgio Vasari en la Piedad que Sebastiano pintara para Viterbo en 1512-1515 ha desaparecido, dejando a los personajes constreñidos en un espacio imposible bañado por una fría luz nocturna que contribuye igualmente a extrapolar la escena de unas precisas coordenadas físicas. Cristo, derivado de un diseño de Miguel Ángel , ocupa un primerísimo plano de gran efectividad dramática. Su cuerpo inerte es de belleza más mórbida y de un modelado más suave que el del modelo miguelangelesco, y apenas aparece mancillado por las huellas de la Pasión. Reposa ante el sepulcro tras el que emerge, proyectándose hacia el espectador, la Virgen María , la gran intercesora de la Humanidad, cuyo brazo extendido balancea la diagonal formada por el cuerpo de Cristo. La flanquean dos santos: María Magdalena y probablemente San Juan Evangelista, y sostiene en sus manos, mas bien exhibe, el paño de la Verónica y los clavos de la cruz. El inusual protagonismo otorgado a estas reliquias, sin duda a instancias de Cobos, poseedor entre otras muchas de las cabezas de las santas Marta, Benedicta, Egidia y Paulina que le había regalado Carlos V, de un fragmento del Lignum Crucis o de un colmillo de San Francisco de Asís que había adquirido en Roma en 1536, obligó al pintor a profundas modificaciones en su idea inicial, cuyo modelo confeso era la Piedad de Miguel Ángel hoy en el Vaticano : “a guisa di quella dela febre”.
A diferencia de lo que sucede en la Piedad miguelangelesca, en ésta no hay contacto físico entre madre e hijo. La Virgen extiende sus brazos no para abrazar a Jesús, sino para mostrar enfática los símbolos de la Pasión, verdaderos receptores tanto de sus meditaciones (el paño de la Verónica), como de las de la Magdalena (los clavos de la cruz). Especialmente significativo resulta que Maria no dirija la mirada a su Hijo, sino a la imagen de éste plasmada en la Verónica, asimilando así uno a la otra, en lo que constituye un explícito testimonio del valor de las reliquias, muy pertinente para un ámbito funerario. La exaltación del papel mediador de la Virgen y los santos y la naturaleza salvífica de las reliquias hacen de la Piedad un rotundo manifiesto de ortodoxia católica que responde a cuanto sabemos de la religiosidad de Cobos, ajena al erasmismo de otros colaboradores de Carlos V. Ávido coleccionista de reliquias e indulgencias y devoto del Rosario, el testimonio más interesante sobre su religiosidad lo proporciona Pedro de Navarra en sus Diálogos de la preparación de la muerte (1565), donde al personaje de Basilio, trasunto del ya fallecido Cobos, sólo le interesa acumular riquezas para su capilla funeraria.
La Piedad disfrutó de gran predicamento en España a tenor de sus numerosas copias en diversos soportes, incluyendo la escultura. Son copias más o menos fieles y de calidad dispar que, como otras obras devocionales de Piombo para patronos españoles, como el espléndido Cristo Portacroce que pintara contemporáneamente para Fernando de Silva, IV conde de Cifuentes y embajador de España en Roma entre 1533 y 1536 (San Petersburgo, Ermitage), adaptan el original a la sensibilidad religiosa local. Y es que, aunque la Piedad o el citado Cristo Portacroce exhiben un patetismo extremo para parámetros italianos (Sernini dijo del Cristo de Cifuentes que “non solamente (non) piaceva, ma offendeva vederlo”), da la impresión de que éste aún resultaba escaso para cierto público hispano. Las copias de la Piedad, como la citada de Martín Gómez el Viejo, o la atribuida erróneamente al círculo de Vicente Macip en el Museo de Bellas Artes de Bucarest, superan al original en patetismo, enfatizando el sufrimiento padecido por Cristo mediante crispadas muecas de dolor en el rostro y abundante sangre manando de las heridas.
Miguel Falomir Faus, mayo 2009